A esa rosa que lo fue todo, que
se encontraba en una de las mejores casas de la zona, que lo fue todo en la
casa. A esa rosa que recibía cuidados y mimos todos los días, y que seguramente
servía para adornar los mejores centros de la casa.
Ese rosal que adornaba la casa
del potentado de uno de los mejores lugares de Sanlúcar de Barrameda, convirtiéndola
en envidia del pago.
Ese rosal que un día quedó huérfano
cuando los dueños decidieron que ya era hora de convertir la casa en solar, que
iba siendo tiempo de que el ladrillo campase en ese jardín y convertirlo en
billetes.
A ese rosal que quedó destartalado
en medio de la desolación de los derribos en una esquina apartada.
A ese rosal que vio como la
cántara de la lechera se rompía en medio de la crisis y no tuvo más remedio que
intentar sobrevivir entre los escombros, el polvo, de la añoranza de lo que
fue, para convertirse en el rosal que crece con la ayuda del viento que lo
zamarrea y el agua que del cielo cae, como única forma de alimentarse, haciéndose
duro.
A ese rosal que tuvo que
aclimatarse aprendiendo de las amarillas margaritas, los cardos borriqueros y
la verdolaga, que la vida es dura y es imprescindible sobrevivir.
A esa rosa de hasta pinches
antiguos, que hoy les han obligado a ser asépticas porque nuestros dedos ya no
permiten ni siquiera pinchazos de rosas, que esta mañana se encontraba entre
escombros, charcos y basura que dejan los que los fines de semana convierten el
lugar en discoteca ambulante.
A esa rosa que ahora adornara mi
mesa durante unos días.
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