miércoles, 7 de octubre de 2009

Los aparatos ortopédicos

Hoy he visto a, la llamaré Carmen, porque no conozco su nombre. No he hablado nada con ella, simplemente estaba sentada en su silla de ruedas, con su padre en una mesa cercana a la que yo tomaba café en una fresquita calle de Sanlúcar de Barrameda.
No decía nada, ¡absolutamente nada!, sólo miraba con esos ojos negros vivarachos, y yo intentaba describir en el cuaderno que tenía delante de la mesa algo imposible, su pensamiento, el pensamiento de una niña que yo imaginaba sola, que se ve obligada a vivir en su pensamiento. Pero su mirada no era triste, no crean, que la alegría se puede llevar en el alma, que he visto a muchos hombres, mujeres y niños sin sus facultades mermadas que tienen la mirada completamente tristes.
El padre siempre preocupado por ella y por darle mucho cariño, acariciaba casi de forma mecánica su pelo, sus brazos mientras tomaba café y ella agradecía las caricias con una infantil sonrisa.
Carmen me ha hecho recordar algunos episodios de mi vida infantil, que hoy sin ningún tipo de pudor puedo decir que los recuerdos llegan a mi mente sin pena, ni amargura, si he de ser sincero.
De pronto me ha venido a la mente el único día en mi vida que lloré verdaderamente con amargura, que estoy seguro que cuando lo cuente mucha gente no lo llegará a creer, pero es completamente cierto.
Tendría yo unos catorce o quince años cuando los médicos decidieron que ya era hora de ponerme unos aparatos ortopédicos y que pudiera andar con bastones.
Recuerdo que cuando pequeñito había tenido unos, cuando tenía unos seis o siete años, de los que conservo la única foto que tengo de pie de mi niñez. No sé porque tengo la sensación que la única vez que me puse los aparatos fue aquella mañana para la foto, porque nunca más consentí ponérmelos y si mi madre me los ponía, me los quitaba en cuanto tenía oportunidad y por supuesto andar con ellos nada de nada, que para mí era mucho más rápido, más ágil y más efectivo desplazarme gateando, aunque mi madre se desesperara por la cantidad de pantalones que rompía y por no hacer caso de los médicos, aunque creo que ella también entendió que prefería a un niño de pantalones rotos, feliz a uno que anduviera con bastones e infeliz.
Pero claro, con catorce años ya no era cuestión de protestar y además no servía absolutamente de nada quitarme los aparatos ortopédicos, porque los hermanos hospitalarios en esto no eran para nada transigentes y me ponían en un rincón de la enorme sala con cuarenta o cincuenta camas y el hermano Rocamora me decía.
- Si te lo quieres poner te lo pones y si no quieres no te lo pongas, pero a donde quieras ir tendrás que hacerlo con ellos.
Como pueden comprender el hambre, el aburrimiento o las ganas de ir al servicio hacían milagros, duros milagros y poco a poco, con sudor, lagrimas y gran esfuerzo fui aprendiendo a utilizar los bastones y mis piernas se fueron acostumbrando a los rígidos hierros de los aparatos ortopédicos, pero les aseguro que fueron las únicas lagrimas amargas, verdaderamente amargas que he echado en mi vida, aunque conforme fueron pasando los días me alegrara de la intransigencia del hermano Rocamora.


Nota: Por aquellos años se grabó en San Juan de Dios una película llamada Johnny Ratón, que trataba sobre los niños de San Juan de Dios y en la película existe una escena muy parecida a lo que me ocurrió a mi cuando me pusieron los aparatos por primera vez, aunque sin tanto dramatismo como se pone en la película.

No hay comentarios: