Esta mañana hablaba con un amigo
sobre lo frágil que es la felicidad, la felicidad de las personas. Por lo visto
para algunas personas la felicidad plena consiste en atesorar cosas y dinero,
más dinero del que podrían gastar en once vidas, aunque sean largas, sin darse cuenta
que al final, como he dicho más de una vez lo único que consiguen es ser los
más ricos del cementerio.
No creo en la felicidad plena, no
creo en todos los días de nuestra vida de felicidad, porque eso solo lo consiguen
los simples, los mentecatos, los necios, porque la vida tiene momentos felices
y muchos más momentos de infelicidad que no nos queda más remedio que soportar
y sobrellevar lo mejor que podemos.
Yo no quiero, ni pretendo, una
felicidad plena, sino que me gusta lo que llamo la felicidad de la piruleta, y
me explico.
Quiero la felicidad del niño
cuando se le da una piruleta, que la goza, que la disfruta aunque sea por un
ratito, aunque al cabo de unos momentos vuelva a la cotidianidad e incluso se
pase el sabor dulce del caramelo, pero sabemos que en otro momento llegara otro
rato de felicidad, y que a lo mejor ese cinco o diez por ciento de momentos
felices que tenemos en nuestra vida debemos gozarlo con toda intensidad, como
el niño disfruta la piruleta que la rechupetea y se llena la cara, las manos y
hasta la cabeza.
Lo importante es disfrutar de
esos momentos piruleta, vengan cuando vengan, lleguen como lleguen e incluso si
se pueden compartir, mucho mejor.
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